Hemos tomado el tren de Londres hacia el aeropuerto, caminar con cinco maletas, bolsos de manos y mochila no es muy fácil, pero, ya hemos adquirido práctica; así que, las maletas las ponemos en los estantes de los vagones y voy cuidando que no se resbalen o las tomen otros. Con los apuros de siempre, caminamos rápido para ubicar el counter de la línea para dejar el equipaje. Son largos corredores, pulcros, llamativos y de trecho en trecho con largas fajas para dar alivio al pasajero; todo nos ponemos pegados al lado derecho, uno detrás del otro (es algo que aprendí en el metro de UK) esto es, para que el que esté apurado pueda pasar sin empujar y sin retardo. Todo en inglés trato de memorizar el nombre de la línea aérea, mis hijas buscan una aplicación saber en qué t
erminal y número está el mostrador de la línea, solo, me queda esperar las indicaciones (tampoco tengo internet, mi Roaming no está activo para Europa, el plan de pago que tengo no lo cubre). Una más, para aprender. Ubicado el mostrador hacemos la sinuosa cola para entregar equipaje y documentos. Listo, ahora, a esperar la pantalla que nos indique la sala para abordar. Estamos mirando atentos, como si viéramos una carrera de caballos y las apuestas suben y bajan, hasta que apareció el número de vuelo y la sala. A caminar rápido de nuevo. Nos contamos y ya estamos los cinco sentados en el avión que parte a la hora, son las 21:05 h (pienso, en Perú son las 14:05 y papá debe de haber terminado de almorzar y está por hacer su siesta). El avión planea sobre la encendida ciudad, en eso, una figura más que conocida “jala” toda mi atención es la Torre Eiffel. ¡Sí! La Torre Eiffel y la tengo debajo de mí, parece mentira. El aterrizaje es corto, pero, con excelente maniobrabilidad. El aire es el mismo, pero, es París. Incontables imágenes llenas de historias leídas en libros, vistas en películas y narradas por otros viajeros se adueñan de mi mente. Llegamos al hotel cerca de la medianoche, no hay atención de la cafetería. Preguntamos por algún lugar dónde comer o comprar, nos dan la dirección a unas cinco cuadras. Caminando juntos como un racimo de uvas damos nuestros primeros pasos en las calles parisinas. Hay gente en las calles que van ocupadas en lo suyo, no nos prestan mayor atención, eso, nos da tranquilidad. Ya en el autoservicio compramos pan, queso, jamón y agua mañana nos espera una grata jornada tenemos listos los tiques para subir a la Torre Eiffel.
Bajamos apresurados del metro y comenzamos a caminar rápido para no llegar atrasados. Al girar una de las esquinas vemos la imponente estructura metálica de la Torre Eiffel, la sentimos cálida, realmente, es una conocida que se torna amigable conforme nos acercamos. Cruzamos el Sena El sol luce espléndido y dibuja las sombras de cientos de personas que en perfecta formación de sierpe hacen fila para llegar al ascensor que nos subirá a la Torre. Primera sorpresa, el ascensor, solo, sube la primera planta nos quedan 347 escalones para llegar a la 2da planta. Morgana comienza a subir, rápidamente, con el ímpetu de sus casi seis años. Vamos tras ella y a su velocidad. Aprovechamos los descansos que tiene la escalera para admirar la preciosidad que es París y respirar. Morgana nos lleva a una velocidad que no queríamos, ni modo, hay que ir tras ella. Segunda planta con el aire que se nos escapa volvemos al ascensor y de allí, hasta la punta. ¡Que decirles! ¡Fabuloso! La imagen de Eiffel y su sueño se hace nuestro y pienso en los míos. Seguiré tras ellos, ahora, con más anhelo y decisión. Soñar en París todo se hace posible. La vista desde sus 330 m de altura es apoteósica, ver el diagrama de sus calmas calles y monumentos llenos de vida es un placer.
Descendemos con la alegría de ser parte de la historia, nuestra historia. Falta poco para la una de la tarde y nos espera Elqui y la dulce Françoise para almorzar. Un salmón en salsa ratatouille, preparada por el hombre que hace cincuenta años con su mochila en la espalda, maleta de cartón en una mano y su máquina de escribir en la otra se embarcó desde México para desarrollar su propia epopeya. Fue un almuerzo parisino rociado con un amable vino rosado y un soberbio dulce, la conversación fue derivando sobre el viejo Pacasmayo, aceptamos todas las exquisiteces y quedamos muy agradecidos por la fina amabilidad de François.
Elqui nos había ofrecido dar una vueltecita por el centro de la ciudad, así que, veríamos la Ciudad Luz a través de los ojos de aquél que vino como ave migratoria desde otro continente y que conoce la experiencia de la creatividad marginalidad y que, luego, fue adueñándose de un espacio y con la nueva lengua fortalecer su esencia y continuar con su autoconstrucción.
Nuestro primer punto fue el anfiteatro galo-romano la arena Lutecia (se escuchan las espadas de los gladiadores) pasamos por la rue donde vivió una época Ernest Hemingway en una de esas callecitas que tienen sabor a tiempo ido. Atrapados por la arquitectura parisina nuestros ojos tratan de captar el mínimo detalle. Elqui nos dice que estamos en la zona conocida como Barrio Latino (Quartier Latin) inmediatamente pensé que aquí vivían muchos latinoamericanos, menos mal que solo lo pensé. Elqui explica que esta zona tiene una rica tradición cultural y académica que proviene desde la Edad Media y el Renacimiento, porque, la enseñanza y educación superior se daba en latín, las instituciones académicas se establecieron en esta zona y fue punto de encuentro de académicos, profesores, estudiantes que hablaban latín. Ingresamos a la iglesia Saint-Étienne-du-Mont, una auténtica joya arquitectónica,
aquí están los restos de Blas Pascal. Transitamos por el Pantheón (Muchos
personajes franceses ilustres como Voltaire, Rosseau, Víctor Hugo, Maria Curie descansan en este impactante edificio neoclásico) Llenos de figuras y reseñas históricas sentimos que nos tocaba un rayito de luminosidad de esta ciudad donde se han dado trascendentales hechos históricos. Me quedé un momento contemplando la Facultad de Derecho de La Sorbona (Henry se hubiera quedado a estudiar). Seguimos por las calles de París y en cada recodo los cafés reclaman nuestra presencia. Elqui sigue avanzando con esa mirada que da la templanza de estar sumergido en esa continua lucha de vencer los espejismos y esa soledad que tienen las arenas de los médanos de Pacasmayo. Llegamos al bucólico Jardín de Luxemburgo, realmente, es un inmenso bosque con una serena laguna y perezosas que llaman a nirvana entre el verde que lo rodea. La gente camina plácidamente sin apremios ni apuro; el rumor de una fuente nos embelesa y es todo un espectáculo ver a la gente sentada en sus sillas alrededor de la fuente de Médicis para contemplar la belleza de las esculturas. Seguimos avanzando, mientras, el fabuloso Teatro Odeón nos hace un guiño. Ya estamos por la rue Crebillon llena de tienda de libros, antigüedades, sastrerías y más cafés. Ya por rue Tournon pasamos por llamativas galerías de arte. En la rue Saint Sulpice está la iglesia San Sulpicio (S. XVIII) las misas las realiza el arzobispo de París desde el incendio de Notre Dame. Y ¿el café? Para cuando, Morgana está que ubica todas heladerías que ve a su paso y sus ojitos reclaman ese disfrute de paladear el frío dulce. Hemos llegado a la Iglesia St. Germain-des-prés que está en plena remodelación. A un costado está el busto de Guillaume Apollinaire (caligramas) hecho por su amigo Picasso. Nos escabullimos por un costado y con el miedo que nos boten o llamen la atención ingresamos a la nave principal el golpe de colores, formas, luz, pinturas y estructuras fue maravilloso. Un breve reposo en las sillas de madera y esterilla se hace inevitable.
Incontables plazuelas adornadas por mesas con felices ocupantes, atractivas luces y aromas nos seducen. Primero el helado para Morgana, unas cervecitas y Cica colas en una bulliciosa esquina que deja sentir nuestros suspiros con la notable belleza admirada y extasiados por ser parte de lo que es historia en el mundo, no puedo olvidarme de que estoy en la Ciudad Luz. Repuestos iniciamos el final del recorrido entre tabaquerías, más cafés, motos, bicicletas; pero, todo es solaz, no hay angustia una tranquilidad que va en consonancia con el equilibrado color y formas que tiene París. Uno siente que las calles están hechas para uno. La fuente de Saint Michel nos roba parte de nuestras últimas admiraciones ¡Qué portento, qué belleza!
Ahora, a cruzar el Sena rumbo a Notre Dame, está en reconstrucción, por lo tanto, no se puede ingresar. Solo, nos queda admirar lo fastuoso de su fachada y la impresionante ingeniera de reconstrucción que están haciendo. Las miradas de las gárgolas son penetrantes y no pestañean. Regresamos al Sena por otro puente y bajamos por unas amplias escaleras a lo que vendría a ser el malecón y, allí, al lado, se desplaza perezoso el Sena. A las orillas hay personas que se reúnen de dos, tres y más para comer un bocata y su cerveza. También, hay personas junto a su soledad y vaya que la disfrutan al máximo. Conforme avanzamos los pasos de Elqui y los míos comienzan a tener el mismo compás y la conversación va derivando hacia ribetes que pulsan los mismos acordes, el puerto de Pacasmayo, la playa, el muelle, otro malecón; pero, lo que sí es igual en este momento es el infantil palpitar de la infancia que rompe espejismos y navega por el Sena junto a las nuevas pulsaciones que vendrán en el próximo recorrido de nuestras vidas. Vamos con el ritmo de un ligero atardecer que se refugia en el terso rumor del Sena. Nos vamos perdiendo en el sendero del paisaje para encontrarnos en el camino de la conversación.
La noche abraza a París que se llena de muchos puntitos brillosos un acordeón comienza a tejer la noche del lugar que alguna vez fue de los galos parisii.
Mañana Morgana tendrá una inmensa sorpresa por su próximo cumpleaños iremos a Disney y para cerrar el periplo tenemos una cita en el Louvre y nos despediremos visitando, nuevamente, a la cariñosa y elegante Torre Eiffel.
París en la dulce nostalgia de Elqui Burgoses la finura de un crossaint que reclama a un pan dulce serrano con miel y quesillo. El avión parte de París, pero, París nunca se va de uno.