viernes, 15 de agosto de 2025

LOS AUSENTES QUE HABITAN EN MÍ (26)

Cuando a quienes amamos se hacen parte de nosotros

En el trajín diario, en la incesante prisa de nuestro "ahora", pocas veces nos damos permiso para una pausa. Una pausa para la quietud, para ese viaje íntimo hacia nuestro interior. Y es precisamente allí, en ese espacio sagrado, donde habitan silenciosamente aquellos que ya no caminan a nuestro lado, pero que, de alguna forma mágica, jamás se fueron.

Piensen en ello: ¿cuántas veces han sentido la presencia de la abuela al preparar una receta, la voz de un amigo en un consejo repentino, o la risa de un ser querido en un momento de alegría? No es una mera memoria; es una reverberación profunda, una extensión de su ser dentro del nuestro. Es fascinante cómo lo que alguna vez estuvo en el "mundo exterior" —la mirada tierna, el abrazo sincero, la lección aprendida— ahora reside en nuestro "mundo interior", tejido en la fibra misma de lo que somos.

Desde la neurociencia, sabemos que cada experiencia, cada interacción, modela nuestras redes neuronales. Las personas que amamos, que nos enseñaron, que nos desafiaron, no solo nos dejaron recuerdos; dejaron huellas químicas y conexiones eléctricas que nos transformaron. Son, literalmente, parte de nuestra arquitectura cerebral, influyendo en nuestras decisiones, en nuestras emociones, en nuestra percepción del mundo. Como decía el filósofo Martin Buber, "El Yo se hace en el Tú". Somos, en gran medida, la suma de nuestros encuentros.

Y desde una visión más filosófica, ¿acaso no es un lujo extraordinario haber coincidido en este sendero vital con almas que nos regalaron su confianza y su cariño? Fuimos inmensamente privilegiados. Nos hicieron más grandes, más completos, más humanos. Cada alegría compartida, cada tristeza superada con su apoyo, nos esculpió. No solo nos enseñaron a vivir; nos mostraron la belleza de ser, de amar y de trascender.

Así que, la próxima vez que el mundo les pida correr, deténganse. Respiren hondo. Cierren los ojos. Y permitan que ese eco interior, ese susurro de gratitud los inunde. Es una conexión inquebrantable, una certeza de que, aunque el cuerpo se ausente, la esencia de aquellos que nos moldearon vive por siempre en el santuario de nuestra alma. Un lujo, sí, un milagro cotidiano.

 

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