LA CALLE YA NO ES NUESTRA
Recuerdo cuando la calle era
nuestra. Esa franja de asfalto desgastado donde la pelota rodaba y los arcos
eran dos piedras, y el partido solo se detenía cuando pasaba la mamá de algún
amigo. Donde al anochecer, los mismos que horas antes gritaban goles ahora
compartían cigarrillos robados y secretos adolescentes. Hoy, al volver, solo
veo filas de autos, edificios sin rostro y vecinos que ni se miran.
Hemos pagado caro este ‘progreso’.
Cambiamos las charlas en las veredas por mensajes de WhatsApp; pasamos de partidos
callejeros por gimnasios caros; renunciamos a la confianza del barrio por
cámaras de vigilancia. Perdimos algo que ni sabíamos que teníamos: un lugar
donde ser parte de algo.
¿Queremos ciudades para autos o
para personas? ¿Edificios inteligentes o barrios con alma?
La neurociencia explica por qué
extrañamos tanto esos recuerdos: el cerebro graba las vivencias infantiles con
especial intensidad emocional y, al perder esos espacios, el cerebro activa los
mismos circuitos del duelo (Eagleman). La filosofía alertó este fenómeno: Marc
Augé vio este fenómeno y lo denominó los "no-lugares", mientras, que
Gehl , al observar el impacto social los llamó 'calles hostiles'.
Hay un fundamento esperanzador:
Aristóteles decía que somos animales sociales por naturaleza, y las neuronas
espejo nos impulsan a buscar conexión. Aunque, las calles cambien, la necesidad
biológica y filosófica de pertenencia persiste. La nostalgia no es solo
melancolía, sino una reivindicación neurológica y filosófica de espacios con
significado humano.
La calle de mi infancia ya no
existe. Pero, su recuerdo me hace preguntar: ¿Qué estamos construyendo en su
lugar? ¿Realmente queremos vivir así? Quizás, si miramos bien, aún queden
esquinas donde sembrar nuevas calles. Unas, que vuelvan a ser nuestras.