La lectura es un acto dinámico. Cada lector construye significados a partir de sus experiencias, emociones y conocimientos. Un texto no tiene un sentido único; su interpretación cambia con cada lectura, porque el lector evoluciona. Sin embargo, en la era digital, este proceso enfrenta un desafío sin precedentes: la sobreabundancia de información en redes sociales y plataformas virtuales, donde lo falso y lo poco confiable compiten por nuestra atención. El lector moderno, inundado de datos, a menudo no verifica lo que lee, reduciendo la lectura a una aceptación superficial y diluyendo su profundidad.
Históricamente, la escritura evolucionó desde simples registros de cuentas hasta sistemas complejos que plasmaron tradiciones, leyes y literatura. La invención de la imprenta democratizó el conocimiento, permitiendo que la lectura se convirtiera en un acto autónomo y reflexivo. Pero hoy, en la era de las redes sociales, esa autonomía se ve amenazada. Los algoritmos priorizan contenido sensacionalista, y la lectura reflexiva parece estar siendo desplazada por una lectura rápida, fragmentada y, en muchos casos, acrítica.
El autor no es el dueño absoluto del significado de su obra; esta adquiere vida propia cuando es interpretada por los lectores. Pero, en el contexto actual, esa interpretación corre el riesgo de ser superficial o errónea si el lector no cuestiona la veracidad de lo que lee. Tiene el derecho de otorgar nuevos significados, pero también la responsabilidad de acercarse al texto con espíritu crítico.
En un mundo inundado de información poco confiable, la lectura debe ser más que un acto de interpretación; debe ser un acto de discernimiento y responsabilidad. La era digital nos ha dado acceso a más información que nunca, pero también nos exige leer con profundidad, crítica y reflexión. La elección es nuestra: ser lectores pasivos o asumir el desafío de leer con responsabilidad.
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