Cuando el
espejo miente y la sabiduría no alcanza
Estaba con
Juan, los dos con más de seis décadas encima, exhaustos al borde de la canchita
de fulbito. Entre sorbos de agua y bromas ácidas, enumeramos lo que el tiempo nos
robó: velocidad en las piernas, pelo en la cabeza, respeto en la mirada de los
jóvenes. Hasta mis propios amigos de la universidad no me reconocieron en una
reunión —confiesa Juan—. Dijeron que ya no era el galán de antes. Leí en
una obra de Eduardo Congrains que dos grandes amigos comenzaron a envejecer... uno
de ellos, se vació los ojos para recordarse siempre jóvenes. Eran Demócrito e
Hipócrates.
Lo miro
sorprendido. ¿Arrancarse los ojos? ¿Para no ver cómo el tiempo desdibuja los
rostros queridos? ¿Para fijar en la
mente la imagen eterna de la juventud?
Ese gesto
brutal me hace reflexionar: ¿por qué tememos tanto envejecer? ¿Por qué, incluso
hoy, hay quienes arriesgan su vida para parecer más jóvenes?
Demócrito se
arrancó los ojos para negar la decadencia física y “ver” más, por eso, propuso
la teoría atómica. Hoy, en cambio, “nos arrancamos arrugas con ácido
hialurónico” para negar lo mismo, pero sin buscar sabiduría.
Vivimos en
una cultura que idolatra la imagen. Lo bello es joven, y lo viejo se vuelve
invisible. La vejez —que antes era respeto— hoy incomoda, se esconde, se
maquilla. Se olvida que, los años, traen sabiduría, calma y la libertad de no
tener que demostrar nada. Un estudio de la Universidad de Yale (2022)
reveló que el 73% de adultos mayores sienten que son invisibles en espacios
públicos. En Japón, los ancianos superan el 30% de la población, se les venera;
en Occidente, se les esconde en “residencias”.
Quizás, como
Demócrito, haya que cegar los ojos del cuerpo para abrir los del alma. O
quizás, baste con aprender a mirar diferente. Ver la belleza en lo vivido, en
lo que permanece cuando todo lo demás cambia.
Porque, hay
amistades que, aunque el tiempo las desgaste, siguen jugando el mismo fulbito
de siempre. Solo que ahora, los goles se celebran con carcajadas o recuerdos.
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