Julio
perdió a su padre y dejó de tocar el piano. Como él, muchos abandonamos lo que
nos gusta al enfrentar pérdidas, fracasos o decepciones. ¿Por qué este impulso
de castigarnos justo cuando más necesitamos consuelo?
La neurociencia muestra que el sufrimiento emocional activa las mismas zonas cerebrales que el dolor físico (la corteza cingulada anterior), mientras reduce la actividad en el núcleo accumbens, nuestro centro de placer. Es un mecanismo de protección que, paradójicamente, termina aislándonos.
Martin
Seligman descubrió la "indefensión aprendida": tras varios fracasos,
el cerebro concluye que "nada servirá". Una ruptura nos hace evitar
nuevas relaciones; un error laboral nos paraliza. Nos convertimos en
prisioneros de nuestro propio miedo.
La
sociedad nos enseña a sufrir "correctamente": demostrar pena para
validar nuestro amor (¿Acaso dejar de llorar significa que no lo querías?) o
fingir fortaleza para ser productivos. Byung-Chul Han lo llama autoexplotación
emocional: convertimos el dolor en obligación.
Cómo
romper el círculo
1.
Desobedecer los "deberías: Un café con amigos o diez minutos de sol no son
traición, sino supervivencia.
2.
Microdosis de placer: Escuchar una canción favorita puede reactivar los
circuitos del disfrute. Recuperar actividades, pero sin presión.
3.
Socializar diferente: Compartir el dolor sin convertirlo en espectáculo en las
redes sociales.
Como
escribió Benedetti: "Cuando creíamos tener todas las respuestas, cambiaron
las preguntas". Sontag lo dijo a su manera: "El dolor es inevitable,
pero su puesta en escena es optativa". Hoy la pregunta es: ¿realmente
honramos lo perdido negando lo que aún nos sostiene?
El
verdadero homenaje está en no permitir que el dolor eclipse toda posibilidad de
consuelo.
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