¡Voy
a ser escritor! Planta la cara Mario ¡Horror! Grita la mamá y el papá echa
furia por los ojos. La exclamación, que bien podría ser sacada de alguna
telenovela, resuena hoy, con una mezcla de osadía y vértigo. La sociedad
moderna, pragmática hasta la médula, nos interroga con el ceño fruncido:
¿Escritor? ¿Acaso no aspiras a la seguridad de tener un "cartón", a una
profesión respetable?
Filosóficamente,
esta inquietud nos remonta a la eterna tensión entre el poiesis
aristotélico, el acto creativo que moldea la realidad, y la necesidad de una
función socialmente reconocida. Desde la neurociencia, comprendemos que el
impulso escritural reside en intrincadas redes neuronales, un anhelo por
ordenar el caos interno, por dar forma lingüística a las confusiones de la
conciencia. Es una pulsión que desafía la lógica lineal del hemisferio
izquierdo, buscando la expansión metafórica y emocional que reside en el
derecho.
¿Por
qué, entonces esta "irresistible" necesidad? Quizás, porque la
escritura es un acto de profunda libertad, una rebelión silenciosa contra los
barrotes del miedo y la autocensura. Cada palabra trazada es un intento de
comprender y compartir la intrincada red de emociones que nos define como
humanos. El escritor se aventura en un territorio incierto, lanzando mensajes
al éter sin garantía de resonancia. Pero, es en esa entrega, en ese acto de
"prestar" el mundo interior, donde reside una forma singular de
trascendencia. Al final, la escritura no busca un certificado, sino la
improbable alquimia de tocar, aunque sea fugazmente, el alma de otro.
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