Cuando
el cerebro prefiere guardar besos y no nombres
Anoche,
en un café con aroma suspendido, mi padre —mi enciclopedia humana de 95 años—
me dio otra lección magistral. Disfrazada de anécdota, como siempre. La mesera
nos observaba con curiosidad (¿serán hermanos, por el parecido?), mientras él,
con esa mirada que atraviesa décadas, soltó la pregunta:
—Dime,
¿por qué, se me olvidó un nombre que para mí es tan querido?
Mientras,
devoro mis ‘karamandukas’ —voy contando mentalmente las calorías—, me habló de
ella: un amor de juventud, un ‘dolorcito con sabor a canción de bolero’.
—En
el velorio del señor… —comenzó—, me encontré a un amigo de mi juventud. Sin
pensarlo, le dije: ¿Cómo está tu hermana? (esa chica que me hizo perder el
sueño en 1950). Cuando, señaló a una señora de cabello plateado, mi mente hizo ‘crack’:
el nombre se había esfumado.
Roberto
Ledesma sonaba en mi cabeza: "Qué raro, ayer te vi pasar... y a pesar de
lo mucho que te amé, me puedes tú creer: se me olvidó tu nombre”. Papá tarareó
la melodía y luego, con sonrisa pícara, dijo:
—¿Será
que ese bolero miente un poco?
Le
expliqué, lo que sé: la memoria emotiva (la que no falla) vive en la amígdala
cerebral y el córtex prefrontal. Allí están los besos robados, las risas a
escondidas. La memoria semántica (la olvidadiza) está en el hipocampo: es
frágil, traicionera.
—¿Es
cómo recordar el sabor del tallarín saltado de tu mami, pero no la receta?
—dijo él.
—¡Exacto!
—asentí, mientras devoraba mi cuarto ‘karamanduka´.
Le
hablé de Marcel Proust: La verdadera memoria no está en el intelecto, sino en
el cuerpo. Papá lo demostró sin saberlo: recordaba la ternura de su mirada
(memoria implícita), no su 'nombre' (memoria explícita).
Entonces,
vino su remate perfecto:
—Quizás,
olvidamos los nombres, pero el sentimiento queda. Como el aroma del primer café
de la mañana.
Hoy,
mientras escribo, pienso que papá —con sus historias de café y boleros— enseña
que la memoria no es un archivo polvoriento, sino un 'collage vivo'. Que:
-
Lo importante nunca se pierde: se transforma en silencios compartidos.
-
Los nombres son préstamos; las emociones, herencias.
Y
sí, papá lo sabe todo. Hasta cómo convertir una charla trivial en una clase de
neurociencia afectiva. Con azúcar y nostalgia.