Nos
gusta vivir en nuestras mentiras
La
chaqueta de cuero tipo rock brillaba en el pequeño taller del Puente Bolognesi.
A mis 69 años, me permití ese capricho: recuperar esa rebeldía juvenil.
Mientras el artesano ajustaba las cremalleras, soltó una frase inquietante:
—Todos
sabemos lo que pasa: extorsiones, sicariatos, robos. Pero, seguimos como si
nada. Nos gusta vivir en nuestras mentiras.
Esas
palabras me acompañaron todo el camino a casa. Una verdad incómoda sobre un
fenómeno psicológico tan antiguo como peligroso.
Las
neurociencias lo llaman sesgo de optimismo. El Dr. Tali Sharot explica que
nuestro cerebro tiende a minimizar las amenazas difusas. Cuando el peligro es
constante, pero no nos toca directamente, la corteza cingulada anterior filtra
la información negativa. En términos simples: sabemos que hay peligro, pero
nuestro cerebro susurra "a ti no te va a pasar".
Platón
lo vio en su Alegoría de la Caverna: los prisioneros preferían las sombras
conocidas antes que la luz dolorosa de la realidad. Hoy, nuestra caverna es la
rutina diaria. Las noticias de violencia son sombras en la pared, algo lejano
"que les pasa a otros". Hasta que un día nos toca.
Conozco
a Ricardo, dueño de una ferretería. Durante meses escuchó de extorsiones.
"A mí no me va a pasar", pensaba. Hasta que recibió un sobre con
fotos de sus hijos. El problema de vivir en la mentira es que el despertar es
siempre brutal.
Cuando
la amenaza finalmente se materializa, la amígdala entra en alerta máxima,
liberando cortisol y adrenalina. Pero, llevamos tanto tiempo negando la
realidad que no tenemos plan. No sabemos a quién recurrir. Nos sentimos solos,
traicionados por nuestra propia ilusión. Lo más peligroso es que este fenómeno
es colectivo. Cuando todos vivimos en burbujas de negación, construimos una
ilusión de normalidad. Esta normalidad refuerza nuestra mentira: "Si todos
siguen como si nada, no debe ser tan grave".
Los
estoicos hablaban de la premeditatio malorum: reconocer conscientemente
las amenazas reales. No vivir con miedo paralizante, sino preguntarse: "Si
mañana me extorsionan, ¿qué haría?" Esta incomodidad preventiva es más
saludable que la negación.
Viktor
Frankl escribió: "Entre el estímulo y la respuesta hay un espacio donde
está nuestro poder de elegir". Hoy, el estímulo es claro: la violencia
está aquí. ¿Elegiremos seguir negándola hasta que sea demasiado tarde?
Salí
del taller con mi chaqueta de cuero. Pero ahora sé que el verdadero lujo no es
darse un gusto material, sino tener la valentía de mirar de frente la realidad.
La
comodidad de la mentira es seductora. Pero su factura, es brutal.

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