"La intimidad más profunda, no se
toca con las manos"
Quince días fuera de Cuzco. Varios
encuentros, varios cafés. Cada uno con su propio color. Pero hubo uno que se
salió del guion. El encuentro con Elisa.
El primer encuentro fue café y trabajo.
Conversaciones cordiales, protocolarias. El segundo cambió todo. Las palabras
se volvieron confesionales. Ambos. Yo hablé de mis fracasos; ella, de los
suyos. Frustraciones, sinsabores, esas verdades que solo se dicen cuando el
alma reconoce territorio seguro. Fue una catarsis compartida, sin jueces. El
tercero fue extraordinario: una misa, gestiones laborales, galería de arte,
almuerzo, cervezas, café en su casa. Seis horas continuas. Fluidas, relajadas.
Ya habíamos probado algo más profundo: la intimidad sin cuerpo.
Vivimos obsesionados con la intimidad
física. Pero, existe otra, más silenciosa y duradera: la intimidad del alma
desnuda. Esa, donde dos personas se muestran sin filtros, sin máscaras.
La intimidad física está atada a la
belleza temporal. La piel envejece, el deseo fluctúa. Pero la intimidad
confesional trasciende el tiempo. No depende de la firmeza del cuerpo, sino de
la valentía del espíritu. Con Elisa no hubo roce de pieles. Hubo algo más
arriesgado: el roce de verdades. Y, eso crea una conexión más profunda que mil
abrazos fugaces. Porque, mostrarse vulnerable es la intimidad suprema.
Cuando dos personas se confiesan
mutuamente, sus cerebros entran en sincronía neuronal. Estudios de Princeton
revelan que las ondas cerebrales se alinean. La oxitocina se libera no solo con
abrazos, sino con conversaciones auténticas. Por eso esas seis horas renovaron
en lugar de agotar.
Martin Buber distinguía entre relaciones
"Yo-Ello" (funcionales) y "Yo-Tú" (donde el otro es
reconocido en su totalidad). El tercer encuentro con Elisa fue plenamente
"Yo-Tú": dos presencias sin máscaras, sin seducción, sin agenda.
Emmanuel Lévinas decía que el rostro del
otro es una epifanía ética. Cuando Elisa compartió sus heridas, buscaba ser
vista. Yo, al compartir las mías, buscaba ser escuchado. Ese intercambio de
vulnerabilidades crea lazos más fuertes que la pasión efímera.
La belleza física se marchita. Los
cuerpos cambian. La pasión se apaga. Pero, cuando dos almas se han mostrado sus
cicatrices, eso no envejece. Eso permanece. Puedo olvidar qué ropa llevaba
Elisa. Pero no olvidaré la valentía de sus palabras. No olvidaré que me
permitió ver sus heridas. Y que yo, a cambio, le mostré las mías.
Volví a Cuzco con la certeza de que, aún
existen personas capaces de desnudar el alma sin quitarse la ropa. Y que esa,
justamente esa, es la intimidad más profunda y duradera.
La intimidad que no depende de la
juventud de los cuerpos, sino de la honestidad de las almas.

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