viernes, 21 de noviembre de 2025

LA INTIMIDAD MÁS PROFUNDA NO SE.TOCA CON LAS MANOS (43)

"La intimidad más profunda, no se toca con las manos"

Quince días fuera de Cuzco. Varios encuentros, varios cafés. Cada uno con su propio color. Pero hubo uno que se salió del guion. El encuentro con Elisa.

El primer encuentro fue café y trabajo. Conversaciones cordiales, protocolarias. El segundo cambió todo. Las palabras se volvieron confesionales. Ambos. Yo hablé de mis fracasos; ella, de los suyos. Frustraciones, sinsabores, esas verdades que solo se dicen cuando el alma reconoce territorio seguro. Fue una catarsis compartida, sin jueces. El tercero fue extraordinario: una misa, gestiones laborales, galería de arte, almuerzo, cervezas, café en su casa. Seis horas continuas. Fluidas, relajadas. Ya habíamos probado algo más profundo: la intimidad sin cuerpo.

 

Vivimos obsesionados con la intimidad física. Pero, existe otra, más silenciosa y duradera: la intimidad del alma desnuda. Esa, donde dos personas se muestran sin filtros, sin máscaras.

La intimidad física está atada a la belleza temporal. La piel envejece, el deseo fluctúa. Pero la intimidad confesional trasciende el tiempo. No depende de la firmeza del cuerpo, sino de la valentía del espíritu. Con Elisa no hubo roce de pieles. Hubo algo más arriesgado: el roce de verdades. Y, eso crea una conexión más profunda que mil abrazos fugaces. Porque, mostrarse vulnerable es la intimidad suprema.

Cuando dos personas se confiesan mutuamente, sus cerebros entran en sincronía neuronal. Estudios de Princeton revelan que las ondas cerebrales se alinean. La oxitocina se libera no solo con abrazos, sino con conversaciones auténticas. Por eso esas seis horas renovaron en lugar de agotar.

Martin Buber distinguía entre relaciones "Yo-Ello" (funcionales) y "Yo-Tú" (donde el otro es reconocido en su totalidad). El tercer encuentro con Elisa fue plenamente "Yo-Tú": dos presencias sin máscaras, sin seducción, sin agenda.

Emmanuel Lévinas decía que el rostro del otro es una epifanía ética. Cuando Elisa compartió sus heridas, buscaba ser vista. Yo, al compartir las mías, buscaba ser escuchado. Ese intercambio de vulnerabilidades crea lazos más fuertes que la pasión efímera.

La belleza física se marchita. Los cuerpos cambian. La pasión se apaga. Pero, cuando dos almas se han mostrado sus cicatrices, eso no envejece. Eso permanece. Puedo olvidar qué ropa llevaba Elisa. Pero no olvidaré la valentía de sus palabras. No olvidaré que me permitió ver sus heridas. Y que yo, a cambio, le mostré las mías.

Volví a Cuzco con la certeza de que, aún existen personas capaces de desnudar el alma sin quitarse la ropa. Y que esa, justamente esa, es la intimidad más profunda y duradera.

La intimidad que no depende de la juventud de los cuerpos, sino de la honestidad de las almas.

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