********** VIAJERO SILENTE **********
PARTE 01
La ropa de toda la familia se ha hecho lo más chiquita que se ha podido para alcanzar en las estrictas maletas que no permitirán que sobrepasen el p
eso que exigen las aerolíneas. Ya estamos listos para partir al viejo continente y sortear todas las circunstancias que se van a presentar, comenzando por la recepción de los tiques en el aeropuerto. El hecho es que ya estamos sentados en el avión listos para partir. ¡Uf! Gran alivio. Cuando asumo que voy a estar doce horas en el aire a más de 10,000 msnm, casi, sin moverme para no incomodar al pasajero de al lado, me da la sensación de estar en un nicho, solo, me queda pensar para escaparme del forzado encierro. Peregrinos recuerdos comienzan a dar vueltas en mi preocupada mente, poco a poco, se van sumando en incesante riada y sin ton ni son se mezclan en una suerte de asustada estampida pugnando por escapar. Mil y un pensamientos comienzan a dibujar sus alocadas escenas en mi febril encierro confundiendo tiempo y actores. En mi cerebro se ha dado un desplazamiento temporal donde confluyen múltiples estados de tiempo en mi línea temporal. Por eso, se entrecruzan el Chalo de nueve años que va a comprar el crujiente pan de Maquera en Cocachacra (el único fin es comerlo calientito) con el Chalo de diecisiete que está practicando pasos de baile a escondidas para no tener tropiezos cuando tenga que bailar un "lento" en la fiesta del sábado. Si, a eso le sumo los recuerdos que afloran con la música que voy escuchando con los audífonos puestos, es un tropel de desesperados recuerdos, todo, con tal de no pensar en el tiempo que me queda por estar suspendido en el aire.
Parece tonto, pero, son tantas las cosas que imagina uno a "estas alturas" que no es raro tener pensamientos como:
—¿Y, si se cansa el avión de estar tanto tiempo en el aire?
—Si hubiera hecho caso a mi mami de no ir a “sacar” caña a la chacra, seguro que no me habría roto la cabeza en la acequia que está en el pasaje de la familia Pareja. Si hubiera tenido el valor de haberme “mandado” con Lucy y le hubiera dicho que me gustaba a mis once años, a lo mejor me decía que sí y hubiera sido mi enamorada. Así, me fui paseando junto a los incondicionales “Y, si” a lo largo de varias épocas de mi vida. Miro la hora, solo, han pasado tres horas,
—¡Faltan nueve, todavía!
Al fin, Londres, el tren nos lleva del aeropuerto al Terminal del Ferrocarril Victoria (el segundo más transitado de esta ciudad, Vannia ha tenido la precaución que el hotel esté cerca al terminal) aún, así hay que caminar unas siete cuadras. Los cinco vamos en caravana jalando nuestras maletas entre calles limpias, ordenadas y llenas de colores por las plantas que están en todos los pisos y balcones. Tomar el metro donde solo conocía la palabra “exit” fue el inicio del espacio que iba a ocupar en este periplo, me estaba convirtiendo en el viajero silente. No entendía el idioma, así que, tuve que dar un paso al costado en el liderazgo de la troupe. Transitar las calles de Londres es una organizada fascinación de imágenes supuestas que van dejando en claro la circunspecta personalidad de una urbe cosmopolita que no deja de lado su estirpe. Sus clásicas construcciones mantienen sus coronadas chimeneas como banderas de la poderosa industrialización que iniciaron en 1760 y que les permitió ser primera potencia mundial. Con el paso de los años los humos de sus fábricas y la característica neblina da forma a una ciudad un aire sumamente contaminado. Me imagino la gran neblina que se produjo en Londres en 1952 fue tan brutal que costó la vida a miles de londinenses que comenzaron a llamarla “el gran humo”. Paseando con el Big bus fuimos disfrutando de amplias avenidas con muchas y extensas áreas verdes. Es una arquitectura amable, agraciada y distinguida para el caminante, amplias veredas, bancas y sillas dan el respiro a los paseantes, las recorremos antes de llegar a uno de nuestros destinos: La Gran Torre.
Mirando el Támesis me pareció ver las naves vikingas ir para tomar por asalto a Londres, por un momento estaba en las figuritas que había visto de niño que se confundían con las imágenes de la serie Vikingos de Netflix, pero, esta vez, la realidad supera mi imaginación. Visitar la Torre es respirar aires de historias guardadas entre este enorme castillo que representa el poder y abarca casi siete hectáreas y guarda en el centro a la Torre Blanca y a las joyas de la Reina. Ambos recintos se comenzaron a construir en el siglo XIII, es decir, estamos en senderos donde transitaron hombres y mujeres que hicieron parte de la historia de Inglaterra. Armas, cascos, armaduras, pasadizos, recodos, cadenas y los ecos que se filtran por estrechas ventanas dibujan pasajes de hechos acontecidos hace tantos años. Es una visita que te embriaga de aventuras y la imaginación se dispara. Saliendo del castillo fuimos a ver la hora en el Big Ben, cientos de personas pululan y pugnan por tomarse fotos y selfis. Me quedo mirando la variedad de razas, a lo mejor, veo pasar por ahí a Bond, James Bond. Cruzamos el Támesis para ir a ver la nueva atracción londinense el London Eye, una espectacular noria que nos hizo ver desde sus 135 m de altura gran parte de la ciudad. Tres días es nada para conocer Londres, pero, es intensa la percepción en nuestros agudizados sentidos por capturar todo lo que está a nuestro alcance. Nos acercamos un poquito a la realeza llegamos a las puertas del Palacio de Buckinghan y la fuerza del celuloide nos llevó a un lugar conocido como Notting Hill, esta vez, para ver si nos encontrábamos con Hugh Grant o Julia Roberts, lo único que conseguí fui mostrar mi libro en la librería the Travel Book Shop.
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