jueves, 11 de diciembre de 2025

LAS HOJAS QUE AÚN ME QUEDAN POR ESCRIBIR (46)

LAS HOJAS QUE AÚN ME QUEDAN POR ESCRIBIR

En la escuela primaria hubo un cuaderno que siempre me produjo un leve temblor en las manos: el de caligrafía. A doble línea, exigente, implacable. Había que trazar morisquetas que, en teoría, “soltaban la mano” y nos encaminaban hacia “tener una buena letra”. Una tarde, cuando la campana de salida ya se preparaba para tañer, me faltaba más de media página de aquellas letras “O” entrelazadas. A mí me salían torres altísimas, pulgas diminutas —como decía mi maestro—, carrizos flacos o sandías desbordadas. Y entonces, comenzaba el suplicio: pensaba “no me van a salir” y, como profecía autocumplida, salían peor.

El segundo tormento era el borrador. Cuando lo tenía, dejaba el papel lleno de nubes grises; cuando no, lo había perdido o, peor aún, me lo había comido, distraído entre trompos, bolitas, run run y los mandados que debía hacer. Esa tarde, mientras mis compañeros ya habían salido, yo veía por la ventana cómo las pardelitas emprendían vuelo rumbo al mirador o al techo de la iglesia. Y yo seguía allí, atrapado entre mis monstruosas oes.

En la desesperación, humedecí mi dedo y comencé a frotar la hoja. Salieron pequeños rizos negros, como los “gallinazos” que se desprendían de mis pies al bañarme. Hasta que ¡horror!: apareció un hueco perfecto, un blanco impoluto que dejaba ver la hoja siguiente. ¿Y ahora? En ese instante comprendí que había un límite para borrar, que el afán de corregir también destruye.

Han pasado más de sesenta años desde aquella tarde. Y, en el crepúsculo de mi vida, regresa aquel Chalito de seis años, tembloroso, pidiéndome ayuda. Hoy puedo decirle que no tema: que la vida, como ese cuaderno, siempre ofrece nuevas páginas para equivocarse y seguir escribiendo. Que, no existe infancia sin tachaduras ni adultez sin huecos.

Kierkegaard decía que la vida solo puede entenderse mirando hacia atrás, pero debe vivirse hacia adelante. Y la neurociencia confirma que incluso, ahora el cerebro sigue trazando caminos nuevos, que cada error crea un aprendizaje y cada intento fortalece un circuito. Somos, en el fondo, un cuaderno vivo que se reescribe hasta el último día.

Pero, entonces surge la pregunta inevitable: ¿a mí me quedan todavía hojas? Quisiera creer que sí. Y que, al igual que aquel niño, puedo seguir escribiendo sin miedo a que alguna letra salga torcida. Porque, al final, la página más valiosa es siempre la que aún no se ha llenado.


 

jueves, 4 de diciembre de 2025

TE DEJARON FUERA DEL CHAT (45)

 


TE DEJARON FUERA DEL CHAT

He visto a Juan, amigo de años, quedarse mirando su teléfono con una mezcla de sorpresa y desconsuelo. Sus antiguos compañeros del colegio habían formado un grupo de WhatsApp para recordar anécdotas y organizar un reencuentro. A él, no lo añadieron. No hubo mala intención, quizá solo olvido, pero el efecto fue inmediato: se sintió fuera de una historia que también era suya.

Betsy, en cambio, me confesó que la sacaron del chat familiar. “Dicen que no participaba mucho”, comenta intentando restarle importancia. Sin embargo, el gesto dolió. Hay quienes odian estar en grupos, pero no saben cómo salir de ellos sin generar malestar; otros querrían quedarse, pero no los dejan. En ese vaivén, el mundo digital se mete cada vez más en nuestras emociones, en nuestros hábitos, en la forma en que nos vinculamos.

Podría parecer un asunto menor —una simple omisión en el universo de las pantallas— pero, no lo es. Los grupos virtuales son prolongaciones de la vida afectiva: allí se celebran logros, se comparten penas, se bromea, se discute y, sobre todo, se confirma la pertenencia. Estar o no estar equivale, a veces, a existir o a ser borrado del mapa emocional.

No todos reaccionamos igual. Los jóvenes suelen vivir la exclusión como una herida abierta; los mayores, como una decepción silenciosa. Hay, quienes lo relativizan y siguen su día, y quienes lo sienten como una traición mínima, pero punzante. La psicología explica que el cerebro procesa el rechazo social del mismo modo que el dolor físico. Quizás, por eso duele tanto.

Y, sin embargo, lo digital, aunque parezca impersonal, es profundamente humano. Allí, también nos mostramos, nos ocultamos, buscamos reconocimiento o afecto. Tal vez, no vivimos en dos mundos —virtual y físico—, sino en uno solo que se ha expandido. El segundo no es ajeno: es nuestra creación, nuestra nueva piel.

¿Podremos todos adaptarnos a ella? Quizá depende de la generación. Coexistimos la Silenciosa, los Baby Boomers, la X, los Millennials, los Z y los Alfa. Cada una busca su modo de comunicarse, de pertenecer, de no quedar fuera.

Pero, más allá de la pantalla, sigue latiendo el mismo anhelo: ser mirados, ser escuchados, ser parte. Porque, las verdaderas conversaciones —esas que sanan, que cobijan, que nos devuelven al otro— siguen ocurriendo, todavía, en el territorio cálido del encuentro humano.


LAS HOJAS QUE AÚN ME QUEDAN POR ESCRIBIR (46)

LAS HOJAS QUE AÚN ME QUEDAN POR ESCRIBIR En la escuela primaria hubo un cuaderno que siempre me produjo un leve temblor en las manos: el d...