jueves, 27 de noviembre de 2025

CONVERSANDO CON EL SOSIEGO (44)

 CONVERSANDO CON EL SOSIEGO




Emilio llega a casa exhausto. El tráfico, facturas por cobrar, las noticias —huelgas, asesinatos, extorsiones, delincuencia— le pesan como un saco invisible. Arequipa ruge allá afuera, pero él solo quiere silencio. Apaga la televisión, deja el celular a un lado, y se sienta en la penumbra del comedor. Por primera vez en días, no quiere oír nada: ni reclamos, ni quejas, ni su propio pensamiento corriendo detrás del reloj.

Al principio, el ruido interno no se detiene. Su mente sigue girando como un ventilador encendido: cuentas, trabajo, hijos. Pero, poco a poco, “el silencio que ha elegido” empieza a hacer su trabajo. Dentro de su cerebro, el sistema de alerta baja la guardia; la corteza prefrontal —el centro que gobierna la razón y las decisiones— recupera el timón. El cuerpo se aquieta, la respiración se vuelve más lenta. Desde la neurociencia, se sabe que el silencio no apaga el cerebro: lo reorganiza. Archiva emociones, cierra pensamientos pendientes, integra lo vivido. Es como si alguien ordenara el escritorio mental sin mover un dedo.

Para la filosofía, este instante tiene otro nombre: regreso al ser. Los estoicos lo entendían como un acto de dominio interior; los orientales, como el inicio de la conciencia plena. Heidegger decía que solo cuando el habla se detiene, el pensamiento puede ser auténtico. Emilio no lo sabe, pero en ese silencio está ejercitando su libertad: deja de reaccionar y empieza a comprender.

La antropología también lo explica. Desde los primeros pueblos, el ser humano ha buscado lugares de quietud para escucharse: el chamán en la cueva, el sabio en la montaña, el campesino frente a su cultivo. Hoy, en su casa mistiana, él repite ese mismo gesto ancestral. El silencio se convierte en su refugio.

De pronto, siente algo distinto. Menos ruido interno, más claridad. Ya no todo parece urgente. El cuerpo se aligera. En esa calma descubre que el mundo exterior —tan convulso y caótico— refleja lo que sucede dentro. Cuando hay desorden interior, el entorno se amplifica; cuando hay serenidad, todo se vuelve más nítido.

No es magia ni mística. Es biología haciendo espacio, filosofía volviendo al cuerpo, antropología recordando el origen. En ese instante callado, Emilio, por fin, no huye de su vida: la mira de frente, la comprende y, en silencio, empieza a habitarla.

miércoles, 26 de noviembre de 2025

EL CALLEJERO (03) - FILOSOFÍA DE UNA PEPA DE AGUAJE

 FILOSOFÍA DE UNA PEPA DE AGUAJE





Hoy es 26 de noviembre. Lo sé.
Sé también —como cualquier melómano de buena memoria— que el famoso concierto The Beatles en la azotea fue un frío día de enero. Pero ¿a quién le importa? La memoria tiene sus propias estaciones, y hoy, extrañamente, decidió abrirme la puerta de 1969 como si fuera una habitación sin calendario. Y ahí estaba: mi Yurimaguas intacta, mi pepa rodando, y los Beatles tocando atemporalmente, como siempre que algo esencial se filtra en mi alma.

La calle de aquel año tenía la manía de desafinar con estilo. Blanca, amplia, con su aire de escenario improvisado, con el sol dando botes en la pista me esperaba como quien afina guitarras invisibles. Yo, niño flaco con camisa clara y zapatos demasiado formales, me paraba en medio de su anchura con la solemnidad ingenua de quien no sabe que está siendo observado por la historia —y peor aún, por la calle, que tenía más ironía que Lennon un miércoles por la mañana.

La pepa del aguaje rodaba con un swing improbable. Rebotaba como si hubiera escuchado a McCartney en secreto. Yo la pateé, por supuesto. A esa edad patear es la forma más pura de decir “estoy vivo”. La pepa salió disparada, describiendo un giro tan absurdo que Lennon habría sonreído con media boca diciendo:
“Reality leaves a lot to the imagination… y esa pepa también.”

La calle, esa eterna mánager sin sueldo, soltó un crujido que bien pudo ser una risa. Ella sabía —siempre supo— que yo creía dirigir la escena, cuando era ella quien llevaba el tempo. Me dejaba avanzar, corregía mis pasos, desviaba la pepa con malicia. Todo con un ritmo secreto, como si tarareara “Come Together” antes de que yo supiera lo que era un acorde.

Mientras tanto, en ese enero lejano, cuatro muchachos tocaban sobre una azotea sin pensar que el mundo los escucharía medio siglo después. Sin anuncios. Sin artificio. La belleza pura de lo casual. Y aquí estoy yo, en este 26 de noviembre cualquiera, recordándolos, porque una pepa decidió aparecer en mi memoria como un “riff” de guitarra inesperado.

La foto de aquel niño en medio de la calle —yo sin saber que sería yo— tiene esa quietud engañosa de los momentos previos a una canción. Está parado con una seriedad casi cómica, como si la vida le hubiera dicho:
“Prepárate, muchacho. Aquí viene el primer acorde.”

Hoy, en el atardecer amable de los años, entiendo: no importa cuándo ocurrieron las cosas, sino cuándo regresan a tocar en nuestro pecho. A veces, vuelven un enero; a veces un 26 de noviembre. A veces, vuelven como Beatles en la azotea. A veces, como una pepa que rueda con ironía amazónica.

La pepa desapareció.
La calle siguió cantando.
Y yo, que antes no entendía nada, hoy escucho su lección con claridad beatle:

El tiempo es un escenario sin fechas.
Los recuerdos afinan cuando quieren.
Y la vida —con ese humor de Johnn— te sorprende en cualquier día del calendario.

EL CALLEJERO (02) "UN SUSURRO QUE ME ATRAJO"

"UN SUSURRO QUE ME ATRAJO"



La primera vez que llegué a la Calle Puente Bolognesi no sabía que estaba entrando en un territorio que reclama a quienes lo pisan. Era febrero de 1981 y Arequipa, recién revelada, me dejaba perderme con su luz oblicua, esa que transforma cada muro de sillar en una página para leer. Me desvié “sin querer queriendo”, doblé donde no debía y terminé descendiendo hacia un puente que no había oído nombrar, tres enhiestos arcos antiguos “saltan” sobre el curso del enérgico río Chili, como si estuviera ahí solo para esperarme.

Con los años entendí que hay calles que no se caminan: se escuchan. Puente Bolognesi murmura con cada adoquín, retiene silencios coloniales en el sillar y respira una memoria que no solo pertenece a la ciudad, sino también a quienes la descubren desde el desconcierto.

En una de esas tardes claras y románticas, cuando la luz cae como un suspiro sobre la piedra, entré a una panadería pequeña. Iba acompañado de una jovencita a la que pretendía impresionar, llevando en el bolsillo un ímpetu juvenil que confundía humor con encanto. Una señora irrumpió apurada:

—¿Cuánto cuestan los cachitos?

Y yo, queriendo lucirme, respondí antes que el dependiente:

—¡Señora, los cachos son gratis!

Su mirada me cayó encima como un portazo. Me borró la sonrisa, el orgullo y hasta el aire. Nervioso no me atreví a mirar a mi amiga (sabía que había quedado pésimo). Fue una lección instantánea: el humor también tiene paisaje, clima y hora; hay palabras que no se deben lanzar en el templo de la dignidad ajena. Aquella tarde aprendí más de mí mismo que en muchas clases de la UNSA.

Pero el puente, testigo de todo, no juzga. Ni mis torpezas, ni las de nadie. Ese es su encanto.

Hoy, lo veo atraer personas de todas las almas posibles: enamorados que buscan un rincón donde el Chili les hable en voz baja; viajeros que no saben qué buscan, pero sienten que allí algo se acomoda; melancólicos que dejan que el río les ordene los pensamientos; estudiantes apresurados, turistas hechizados, vecinos que simplemente atraviesan el día. Todos llegan por una razón distinta, pero todos —sin excepción— quedan atrapados por su belleza: esa forma en que el sol se derrama sobre el sillar y vuelve dorado incluso lo que duele.

Han pasado cuarenta y cuatro años desde aquella primera noche en que me perdí para encontrarlo. Hoy camino, otra vez por la misma vereda, como quien regresa a una página que nunca termina de revelar lo que guarda. El puente sigue entero, con latente vida, custodio de todos los pasos: los enamorados, sí, pero también los que buscan claridad, los que cargan dudas, los que se preguntan quién fueron y quiénes pueden ser.

Porque, Puente Bolognesi no une solo dos extremos: une tiempos, historias, respiraciones.

No es un cruce: es un llamado. Un sitio donde cada persona deja una parte de lo que trae, y recibe algo que no sabía que necesitaba.

Y por eso —quizá por eso— siempre regresamos.

  

viernes, 21 de noviembre de 2025

LA INTIMIDAD MÁS PROFUNDA NO SE.TOCA CON LAS MANOS (43)

"La intimidad más profunda, no se toca con las manos"

Quince días fuera de Cuzco. Varios encuentros, varios cafés. Cada uno con su propio color. Pero hubo uno que se salió del guion. El encuentro con Elisa.

El primer encuentro fue café y trabajo. Conversaciones cordiales, protocolarias. El segundo cambió todo. Las palabras se volvieron confesionales. Ambos. Yo hablé de mis fracasos; ella, de los suyos. Frustraciones, sinsabores, esas verdades que solo se dicen cuando el alma reconoce territorio seguro. Fue una catarsis compartida, sin jueces. El tercero fue extraordinario: una misa, gestiones laborales, galería de arte, almuerzo, cervezas, café en su casa. Seis horas continuas. Fluidas, relajadas. Ya habíamos probado algo más profundo: la intimidad sin cuerpo.

 

Vivimos obsesionados con la intimidad física. Pero, existe otra, más silenciosa y duradera: la intimidad del alma desnuda. Esa, donde dos personas se muestran sin filtros, sin máscaras.

La intimidad física está atada a la belleza temporal. La piel envejece, el deseo fluctúa. Pero la intimidad confesional trasciende el tiempo. No depende de la firmeza del cuerpo, sino de la valentía del espíritu. Con Elisa no hubo roce de pieles. Hubo algo más arriesgado: el roce de verdades. Y, eso crea una conexión más profunda que mil abrazos fugaces. Porque, mostrarse vulnerable es la intimidad suprema.

Cuando dos personas se confiesan mutuamente, sus cerebros entran en sincronía neuronal. Estudios de Princeton revelan que las ondas cerebrales se alinean. La oxitocina se libera no solo con abrazos, sino con conversaciones auténticas. Por eso esas seis horas renovaron en lugar de agotar.

Martin Buber distinguía entre relaciones "Yo-Ello" (funcionales) y "Yo-Tú" (donde el otro es reconocido en su totalidad). El tercer encuentro con Elisa fue plenamente "Yo-Tú": dos presencias sin máscaras, sin seducción, sin agenda.

Emmanuel Lévinas decía que el rostro del otro es una epifanía ética. Cuando Elisa compartió sus heridas, buscaba ser vista. Yo, al compartir las mías, buscaba ser escuchado. Ese intercambio de vulnerabilidades crea lazos más fuertes que la pasión efímera.

La belleza física se marchita. Los cuerpos cambian. La pasión se apaga. Pero, cuando dos almas se han mostrado sus cicatrices, eso no envejece. Eso permanece. Puedo olvidar qué ropa llevaba Elisa. Pero no olvidaré la valentía de sus palabras. No olvidaré que me permitió ver sus heridas. Y que yo, a cambio, le mostré las mías.

Volví a Cuzco con la certeza de que, aún existen personas capaces de desnudar el alma sin quitarse la ropa. Y que esa, justamente esa, es la intimidad más profunda y duradera.

La intimidad que no depende de la juventud de los cuerpos, sino de la honestidad de las almas.

jueves, 20 de noviembre de 2025

EL VOLCÁN CELOSO (Callejero 01)


La ventana enmarcada por rejas de hierro era el único ojo del callejero. El sillar blanco de la pared, poroso y eterno, ya no era solo la materia prima de Arequipa; era su prisión. Quedó atrapado la mañana que la vio, la Dama de Sillar, cuya belleza sobrenatural se escondía tras el cristal. Sus ojos, profundos como pozos de obsidiana volcánica, lo atravesaron con una mirada que parecía conocer todos los secretos del mundo. Su cabellera negra caía como una cascada de sombras líquidas sobre sus hombros, contrastando con la palidez luminosa de su rostro. Y su figura, esbelta y perfecta como las columnas de los antiguos templos, se recortaba contra la penumbra de la habitación con una elegancia que no parecía de este mundo. Sus magníficas luces, las del sol místico que solo brilla en esta ciudad, eran ahora el único paisaje de su confinamiento.

Ella, sin saberlo, era el anzuelo del poderoso Volcán Misti, el guardián de la ciudad junto a sus hermanos. Una antigua maldición la rodeaba como un velo invisible: quien osara amarla quedaría cautivo para siempre, su alma sellada en el sillar blanco que construyó la ciudad.

El callejero, ajeno a maldiciones, pero encandilado por la blanca urbe, firmó su destino al verla. Cada noche, cuando las sombras se alargaban y el Misti vigilaba en silencio, él regresaba. Noche tras noche, al pie de la ventana, recitaba poemas nacidos de la mágica campiña: tan profundos como las entrañas volcánicas de la ciudad, con una tesitura rítmica como los cuentos que va deshilando el Chili en cada recodo, y tan luminosos como el sol único que lo había cegado. Y ella, detrás del cristal, lo escuchaba inmóvil. A veces, una lágrima silenciosa rodaba por su mejilla. Otras, sus dedos rozaban el vidrio como queriendo atravesarlo. Pero, las rejas permanecían infranqueables, y la distancia entre ambos, eterna.

Una noche, aun sabiendo que su vida estaba en juego, recitó su última ofrenda. Sus palabras temblaban de desesperación y anhelo. La Dama de Sillar, conmovida hasta las lágrimas, sintió cómo la maldición apretaba su pecho como garras invisibles. Intentó resistirse para salvarlo. Gritó en silencio, luchó contra las fuerzas que la ataban. Pero, fue en vano. El callejero, con un último acto de amor absoluto, sabiendo que moriría, pero que en ella viviría su gesto eterno, se arrancó el corazón y en él leyó su poema final.

Las palabras brotaron de su sangre, escritas en un lenguaje antiguo que solo el amor conoce.

Ella ya no se resistió. En un instante que detuvo el tiempo, su alma se entregó a la de él. Sus ojos de obsidiana se encontraron con los suyos por última vez, y en esa mirada habitó todo lo que nunca pudieron vivir juntos. Fue una intimidad que trascendió el cristal, las pesadas rejas, y el sillar. Su cabellera pareció flotar en el aire como si una brisa imposible la meciera, y su figura se fundió con la noche, sellando para siempre su destino con el de él.

Por eso, si caminas despacio por la calle, acércate a esta ventana. Quizás, al pegar tu oído a la piedra blanca, escuches aún el susurro eterno de un poema de amor que quedó atrapado para siempre en el corazón del sillar. Y si miras con atención, en las noches de luna llena, podrás ver la silueta de una mujer de ojos profundos y cabellera infinita, esperando todavía detrás del cristal.

 

 

domingo, 16 de noviembre de 2025

NOS GUSTA VIVIR EN NUESTRAS MENTIRAS (42)

Nos gusta vivir en nuestras mentiras


Nos gusta vivir en nuestras mentiras

La chaqueta de cuero tipo rock brillaba en el pequeño taller del Puente Bolognesi. A mis 69 años, me permití ese capricho: recuperar esa rebeldía juvenil. Mientras el artesano ajustaba las cremalleras, soltó una frase inquietante:

—Todos sabemos lo que pasa: extorsiones, sicariatos, robos. Pero, seguimos como si nada. Nos gusta vivir en nuestras mentiras.

Esas palabras me acompañaron todo el camino a casa. Una verdad incómoda sobre un fenómeno psicológico tan antiguo como peligroso.

Las neurociencias lo llaman sesgo de optimismo. El Dr. Tali Sharot explica que nuestro cerebro tiende a minimizar las amenazas difusas. Cuando el peligro es constante, pero no nos toca directamente, la corteza cingulada anterior filtra la información negativa. En términos simples: sabemos que hay peligro, pero nuestro cerebro susurra "a ti no te va a pasar".

Platón lo vio en su Alegoría de la Caverna: los prisioneros preferían las sombras conocidas antes que la luz dolorosa de la realidad. Hoy, nuestra caverna es la rutina diaria. Las noticias de violencia son sombras en la pared, algo lejano "que les pasa a otros". Hasta que un día nos toca.

Conozco a Ricardo, dueño de una ferretería. Durante meses escuchó de extorsiones. "A mí no me va a pasar", pensaba. Hasta que recibió un sobre con fotos de sus hijos. El problema de vivir en la mentira es que el despertar es siempre brutal.

Cuando la amenaza finalmente se materializa, la amígdala entra en alerta máxima, liberando cortisol y adrenalina. Pero, llevamos tanto tiempo negando la realidad que no tenemos plan. No sabemos a quién recurrir. Nos sentimos solos, traicionados por nuestra propia ilusión. Lo más peligroso es que este fenómeno es colectivo. Cuando todos vivimos en burbujas de negación, construimos una ilusión de normalidad. Esta normalidad refuerza nuestra mentira: "Si todos siguen como si nada, no debe ser tan grave".

Los estoicos hablaban de la premeditatio malorum: reconocer conscientemente las amenazas reales. No vivir con miedo paralizante, sino preguntarse: "Si mañana me extorsionan, ¿qué haría?" Esta incomodidad preventiva es más saludable que la negación.

Viktor Frankl escribió: "Entre el estímulo y la respuesta hay un espacio donde está nuestro poder de elegir". Hoy, el estímulo es claro: la violencia está aquí. ¿Elegiremos seguir negándola hasta que sea demasiado tarde?

Salí del taller con mi chaqueta de cuero. Pero ahora sé que el verdadero lujo no es darse un gusto material, sino tener la valentía de mirar de frente la realidad.

La comodidad de la mentira es seductora. Pero su factura, es brutal.



sábado, 15 de noviembre de 2025

VIBRACIONES DE UNA SONORA SOLEDAD

 El vals peruano "Idolatría" es una joya de la música criolla que gira en torno al culto del amor romántico. Sin embargo, su melodía es tan profundamente evocadora que, más allá de la letra, me transporta a una devoción profunda, respetuosa y eterna: la que siento por mi padre.

Mi papi, en el Club Pacasmayo en Lima, se encontraba sumergido en el piano. Un momento que, siendo público, se torna íntimo y poderosamente sensible. Cómodo en su arte, él estaba sobre una alfombra roja de admiración. Su imagen reflejada en el fondo es el duplicado de quien él es y de quien queda para replicar infinitamente este instante en mi memoria.

Papá se sumerge entre las blancas y negras, y en delirios de pases mágicos, sus dedos hacen aflojar estas magníficas armonías. Él no solo toca; interpreta con su vibrante alma la música que se convierte en el pentagrama de sus propias emociones. Mientras grabo, una profunda nostalgia me captura.

Siento el vals "como si fuera el trinar de pajaritos en libertad reciente que dejan su jaula por su nueva libertad, pero añoranza por la jaula que los cobijó."

Papá sigue libre añorando su nido terrenal, y su sonora ausencia llena mi soledad. Es un melódico eco que persiste tras su partida. Su "toque personal" convierte su música en un legado emocional imperecedero.

Escucharlo, es sentir la brisa de la tarde pacasmayina que se pasea por el malecón: es suave y absolutamente reconfortante.


jueves, 6 de noviembre de 2025

NUESTROS FATÍDICOS 15 MINUTOS: La vida en la encrucijada (41)

**Nuestros Fatídicos 15 Minutos: La Vida en la Encrucijada**

En el café de la esquina cada semana escucho historias que tienen ese tinte filosófico. Como la de mi vecina Patty, arquitecta meticulosa que aceptó una jefatura por presión familiar. Sus "15 minutos de gloria corporativa" duraron tres meses, dejándole insomnio y ansiedad. Al escucharla, recordé a mi primo Lalo, ingeniero sistemático que transfirió sus ahorros a un falso ejecutivo bancario. 

Estas decisiones impulsivas que luego lamentamos comparten una causa neurocientífica: en momentos de alta presión, nuestra amígdala (centro emocional) secuestra la corteza prefrontal (nuestra voz racional). Son esos "15 minutos de vulnerabilidad" donde el piloto automático anula al piloto experto.

Mi amiga Marlene vivió su versión en un romance adolescente. Cediendo a los ruegos de su novio y a sus propias emociones, tuvo una relación sexual sin protección. Esos minutos de intimidad, guiados más por el deseo y la presión que por la razón, resultaron en un embarazo que transformó completamente su proyecto de vida.

Estos momentos críticos han proliferado en el ámbito digital. Mi sobrino Álvaro, un universitario que se presume hábil con la tecnología, hizo clic en un enlace que ofrecía un "iPhone gratis" y en segundos comprometió todas sus cuentas. Sus breves minutos de descuido le costaron semanas recuperando sus redes sociales y su tranquilidad.

Los estoicos enseñan un antídoto crucial: existe una pausa vital entre lo que nos sucede y cómo respondemos. En ese breve espacio practicamos la "prosoche" (atención plena). Como decía Epicteto, no son los hechos sino nuestra interpretación lo que nos afecta.

La próxima vez, que sientas esa urgencia irremediable, respira hondo tres veces. Recuerda que esos 15 minutos de gloria efímera, de terror irracional o de placer inmediato pueden determinar años de tu vida. La verdadera madurez consiste en reconocer nuestra humanidad frágil y actuar con la serenidad de quien sabe que cada instante contiene una eternidad de consecuencias.


sábado, 1 de noviembre de 2025

* MI CASACA ESTÁ DE VUELTA




 ***   MI CASACA ESTÁ DE VUELTA   ***

Tenía diez años cuando vi a Elvis en una revista. La casaca negra brillaba como una armadura de rebeldía. No entendía inglés, pero su actitud hablaba un idioma universal: "Soy libre". Desde ese día, supe que algún día yo también tendría una.

En Pacasmayo, pueblo de mar y viento, los sueños llegaban envueltos en revistas viejas que los marineros traían del Callao. Algunas de ella, llegaban a la tienda de mi tía Rosita Burgos. Ahí estaban todos: James Dean apoyado en su moto, los Beatles, Jim Morrison con esa mirada que desafiaba al mundo. Y todos, absolutamente todos, llevaron en algún momento casacas de cuero.

—Esas son para gringos —decían—. Aquí, lo que se necesita es una buena camisa de franela.

Pero, yo guardaba el sueño como quien guarda una promesa.

A los veinte años, con mi primer sueldo de “mil oficios”, entré a una tienda en Lima. La casaca colgaba en el aparador como un trofeo. Era de "cuero sintético" —eufemismo para decir plástico— pero, cuando me la probé frente al espejo, no vi la imitación. Vi al hombre que quería ser.

La usé en algunas citas serias. La usé cuando iba a la universidad. Me la puse, tantas veces, que el material comenzó a quebrarse como piel de una shushupe vieja. Duró unos cuatro años. Pero, en mi memoria, quedó eternamente.

La segunda: 1980

Esta, sí era de cuero. Era ‘firme’. Pesaba como un compromiso y olía a legitimidad. Me costó dos meses de sueldo. Mamá la consiguió cuando fue a Juliaca y, allí llegaban de contrabando desde Argentina. Costó bastante, hijito ——¿No es mucho? —Me dijo con su carita de preocupación. Sonreí, ella me entendió, no estaba comprando una prenda. Estaba vistiendo a mi identidad.

Con esa casaca conocí Arequipa por primera vez. Con ella caminé las calles de San Agustín mientras estudiaba mi licenciatura. La tenía puesta cuando nacieron mis dos hijas. Sus bolsillos guardaban el calor de mis atrevidas manos que delinearon sinuosas tersuras y acariciaron pieles de satén envueltas en el reclamo de la osadía juvenil.

Y, fue precisamente por ellas que la guardé.

Un día, mi hija mayor —tendría cinco años— me dijo: "Papá, ¿por qué usas eso? Pareces malo". Y aunque reí, algo dentro de mí se quebró. La casaca fue al fondo del ropero. Raída por el desplante del tiempo, con surcos de momentos cómplices, de encuentros y fiestas idas. Grietas llenas de sonrisas, de inconfesables aventuras. Olor a cuero y cigarro, aroma de fragancias que bellas damiselas dejaron junto a las sierpes de sus cabellos buscando el calor que inspira su enhiesto cuello.

El cuero envejeció en silencio mientras yo envejecía en público. Los años pasaron como pasan: trabajando, criando y cumpliendo. La casaca quedó enterrada bajo corbatas, ternos, camisas formales. Las responsabilidades son así: te visten de adulto, aunque por dentro sigas siendo ese chico de veinte años mirando posters.

La tercera: 2025

Puente Bolognesi. Esa calle la conocía desde mis días de universidad. Siempre había talleres de cuero, siempre el olor a pegamento y promesas. Durante décadas pasé por ahí sin detenerme, como quien pasa frente a la casa de un amor antiguo sin atreverse a tocar la puerta. Pero, algo cambió este año. Acababa de presentar mi décimo libro. Sesenta y nueve años. Diplomas en neurociencias, conferencias internacionales, columnas en el diario. Una vida respetable, digna, llena. Y, sin embargo, había una casaca que faltaba.

Entré al taller. El artesano —un hombre de manos curtidas y mirada sabia— me miró de arriba abajo.

—¿Para usted? —preguntó, sin ironía.

—Para mí —respondí, sin duda.

Y mientras tomaba mis medidas, mientras elegíamos el tipo de cuero, el color de los cierres, la forma de las solapas, sentí algo que no sentía hace décadas: estaba recuperando un pedazo de mí que creía perdido.

La casaca añorada que se fue con el tiempo, la piel de mis ensueños volvía. Ponérmela sería llenarme del ardor, me llevaría a la conquista para decir un te quiero.

El Espejo No Miente (Pero, tampoco dice toda la verdad)

Cuando fui a recogerla, el artesano me hizo probarla frente a un espejo viejo, manchado de tiempo. Subí el cierre. Ese relámpago que enciende velados encuentros, como escribí hace años. Y, ahí estaba yo. Sesenta y nueve años. Canas abundantes. Arrugas que narran décadas. Y una casaca de cuero que brillaba como en 1976.

La casaca me devuelve el reflejo: cabello negro peinado hacia atrás, vivaz, atento. Así, me veo con mi chaqueta de vanidad. Pero, el espejo insiste en mostrarme al hombre de plateado cabello. Dos realidades en un mismo cristal.

—Le queda bien —dijo el artesano.

Sus bolsillos, a ambos lados, guardan el calor de mis atrevidas manos. Guardan las décadas, las conquistas, los fracasos. Todo sigue ahí, raído por el desplante del tiempo, con surcos de momentos cómplices.

La Ciencia del Yo que No Envejece

El Dr. Antonio Damasio, neurocientífico portugués, habla del "proto-self": esa sensación primaria de existir que permanece constante a pesar de los cambios del cuerpo. Cuando me pongo la casaca, activo redes neuronales que se formaron hace cincuenta años. No es nostalgia; es continuidad identitaria.

El hipocampo, el guardián de mi memoria autobiográfica, conserva intacta la emoción de aquel chico de veinte años. Mi corteza prefrontal, que maneja la identidad narrativa, reconoce que soy el mismo que soñó con Elvis. El cuero no me hace joven; me devuelve la coherencia.

Estudios del University College London revelan que los objetos cargados de significado personal activan el sistema de recompensa cerebral (núcleo accumbens) de manera similar a como lo hacen las relaciones afectivas. La casaca no es una prenda; es un vínculo.

Paul Ricœur, filósofo francés, distinguía entre "identidad ídem" (lo que permanece igual) e "identidad ipse" (lo que se mantiene fiel a sí mismo). Mi cuerpo ha cambiado radicalmente —identidad ídem— pero, mi ipse, mi esencia, sigue siendo la del muchacho que admiraba a los héroes del rock and roll.

La casaca es lo que Ricœur llamaría un "símbolo de persistencia". Como el barco de Teseo, que cambia cada tabla, pero sigue siendo el mismo barco, yo he cambiado cada célula, pero sigo siendo el mismo soñador.

Nietzsche hablaba del "eterno retorno": la idea de vivir cada momento como si fuera a repetirse eternamente. Cuando, uso la casaca no estoy volviendo al pasado. Estoy eligiendo que ese pasado se repita en cada presente. Es una afirmación: "Esto es lo que fui, esto es lo que soy, esto es lo que seré".

Claude Lévi-Strauss explicaba que todas las culturas tienen "objetos totémicos": artefactos que condensan identidad, memoria y pertenencia. Para algunos son máscaras ceremoniales; para otros, tejidos ancestrales. Para mí, es mi casaca de cuero. La casaca no es un accesorio; es una prótesis identitaria. Me la pongo y recupero una versión de mí que las responsabilidades habían archivado. Los japoneses exaltan la belleza melancólica de las cosas que, persisten a pesar del paso del tiempo. Mi casaca es eso: un recordatorio hermoso y triste de que el tiempo pasa, pero algo en nosotros se resiste a envejecer.

El Peso del Cuero, El Peso del Tiempo

Llevo puesta la casaca mientras escribo esto. Pesa. No solo por el cuero genuino, sino por todo lo que carga: aquella figura de Elvis, la primera cita, el nacimiento de mis hijas, las calles de Arequipa recién descubiertas, los libros publicados, las conferencias en diversos países.

Mi nieta Morgana —con la edad que tenían mis hijas cuando guardé la segunda casaca— me mira con curiosidad.

—Abu, ¿por qué usas eso?

Y esta vez, a diferencia de hace cuarenta años, no me la quito. Le respondo:

—Porque, a veces, para ser completamente quién eres hoy, necesitas abrazar a quien fuiste ayer.

El Eterno Retorno

Hay calles que son más que calles. Puente Bolognesi es, para mí, un portal temporal. Cada vez que pasaba —estudiante en los ochenta, profesor en los noventa, conferencista en el dos mil— esos talleres estaban ahí. Como una invitación permanente a recuperar algo.

Tardé cincuenta años en aceptarla. Pero, aquí está la paradoja hermosa: la casaca que recogí no es la misma que soñé en 1965. Esa era una fantasía adolescente. Esta, es una elección consciente de un hombre que ha vivido lo suficiente para saber que la rebeldía auténtica no es contra los padres o la sociedad. Es contra la presión de convertirnos en versiones domadas de nosotros mismos.

Elegí no ser sensato

La sensatez me dice: "Ya estás viejo, con una casaca de cuero te ves ridículo". La sensatez dice: "Ya fuiste, ya pasó tu tiempo". La sensatez dice: "Madura de una vez". Pero, la sensatez nunca escribió un libro. Nunca se subió a un escenario. Nunca viajó a otros países para hablar de sus sueños. La sensatez es prima hermana del miedo y enemiga íntima de la vida.

Viktor Frankl, sobreviviente de Auschwitz, decía que el sentido de la vida no se inventa; se descubre. Y, a veces se descubre en lugares inesperados: en una casaca de cuero que nunca dejaste de desear, en una calle que atravesaste mil veces sin detenerte, en un espejo que te devuelve no al hombre que eres, sino al que siempre fuiste.

Cuando me la pongo y siento lo que el artesano llamaría "la fuerza nostálgica". Pero, no es nostalgia en el sentido triste, de lo que ya no volverá. Es nostalgia en su sentido etimológico griego: nostos (regreso) + algos (dolor). El dolor hermoso de regresar a uno mismo. La chamarra entre mis manos guiña a mi envanecida juventud. Ya no tengo que dejarla ir. Ya no hay un espacio que habilitar. Esta vez, me quedo con ella.

Camino por las calles de Arequipa —ciudad que me adoptó hace cinco décadas— y la gente me mira. Algunos, con curiosidad, otros con sonrisas cómplices. Y, yo sé lo que piensan: "Ese señor aún se siente joven".

Se equivocan.

No es que me sienta joven. Hace tiempo que descubrí que era algo más profundo: la juventud no es una edad. Es una postura ante la vida. Es la capacidad de seguir deseando, de seguir soñando, de seguir siendo fiel a ese núcleo inalterable que te hace tú. Tengo sesenta y nueve años. Sigo haciendo deporte. Sigo viajando. Sigo caminando. Sigo escribiendo. Y ahora, sigo usando una casaca de cuero. Porque al final, la verdadera madurez no es renunciar a quien fuiste. Es integrar a todos los yoes que has sido en el que eres ahora.

Y ese yo, definitivamente, usa casaca de cuero.

Mientras escribo esto, lloro.

Estoy sentado frente a la computadora con la casaca puesta. Y sí, estoy llorando. Mi corazón golpea mi pecho, mi respiración se hace bronca y miles de juveniles imágenes cabalgan en mi mente. Siento que me elevo. No es tristeza. Es el peso de todas las versiones de mí mismo abrazándose al mismo tiempo: el niño de Cocachacra mirando posters, el joven de veinte comprando su primera imitación, el padre de familia guardándola en el ropero, el escritor de sesenta y nueve recuperándola. Todos están aquí. Todos caben en esta casaca.

La neurociencia puede explicar que la amígdala se activa con recuerdos emocionales. La filosofía puede hablar de identidad narrativa. La antropología puede teorizar sobre objetos totémicos. Pero, esto que siento ahora, esto que me quiebra y me reconstruye al mismo tiempo, esto no tiene nombre científico. 

Esto es simplemente estar vivo. Completamente, dolorosamente, hermosamente vivo. La casaca pesa tres kilos. Pero llevo en ella cincuenta años de vida. Y ese peso, paradójicamente, me hace volar.

Arequipa, octubre 2025. 

Con la casaca puesta y el alma desnuda

LAS HOJAS QUE AÚN ME QUEDAN POR ESCRIBIR (46)

LAS HOJAS QUE AÚN ME QUEDAN POR ESCRIBIR En la escuela primaria hubo un cuaderno que siempre me produjo un leve temblor en las manos: el d...