*** MI CASACA ESTÁ DE VUELTA ***
Tenía diez años cuando vi a Elvis en una revista. La casaca negra brillaba como una armadura de rebeldía. No entendía inglés, pero su actitud hablaba un idioma universal: "Soy libre". Desde ese día, supe que algún día yo también tendría una.
En Pacasmayo, pueblo de mar y viento, los sueños llegaban envueltos en revistas viejas que los marineros traían del Callao. Algunas de ella, llegaban a la tienda de mi tía Rosita Burgos. Ahí estaban todos: James Dean apoyado en su moto, los Beatles, Jim Morrison con esa mirada que desafiaba al mundo. Y todos, absolutamente todos, llevaron en algún momento casacas de cuero.
—Esas son para gringos —decían—. Aquí, lo que se necesita es una buena camisa de franela.
Pero, yo guardaba el sueño como quien guarda una promesa.
A los veinte años, con mi primer sueldo de “mil oficios”, entré a una tienda en Lima. La casaca colgaba en el aparador como un trofeo. Era de "cuero sintético" —eufemismo para decir plástico— pero, cuando me la probé frente al espejo, no vi la imitación. Vi al hombre que quería ser.
La usé en algunas citas serias. La usé cuando iba a la universidad. Me la puse, tantas veces, que el material comenzó a quebrarse como piel de una shushupe vieja. Duró unos cuatro años. Pero, en mi memoria, quedó eternamente.
La segunda: 1980
Esta, sí era de cuero. Era ‘firme’. Pesaba como un compromiso y olía a legitimidad. Me costó dos meses de sueldo. Mamá la consiguió cuando fue a Juliaca y, allí llegaban de contrabando desde Argentina. Costó bastante, hijito ——¿No es mucho? —Me dijo con su carita de preocupación. Sonreí, ella me entendió, no estaba comprando una prenda. Estaba vistiendo a mi identidad.
Con esa casaca conocí Arequipa por primera vez. Con ella caminé las calles de San Agustín mientras estudiaba mi licenciatura. La tenía puesta cuando nacieron mis dos hijas. Sus bolsillos guardaban el calor de mis atrevidas manos que delinearon sinuosas tersuras y acariciaron pieles de satén envueltas en el reclamo de la osadía juvenil.
Y, fue precisamente por ellas que la guardé.
Un día, mi hija mayor —tendría cinco años— me dijo: "Papá, ¿por qué usas eso? Pareces malo". Y aunque reí, algo dentro de mí se quebró. La casaca fue al fondo del ropero. Raída por el desplante del tiempo, con surcos de momentos cómplices, de encuentros y fiestas idas. Grietas llenas de sonrisas, de inconfesables aventuras. Olor a cuero y cigarro, aroma de fragancias que bellas damiselas dejaron junto a las sierpes de sus cabellos buscando el calor que inspira su enhiesto cuello.
El cuero envejeció en silencio mientras yo envejecía en público. Los años pasaron como pasan: trabajando, criando y cumpliendo. La casaca quedó enterrada bajo corbatas, ternos, camisas formales. Las responsabilidades son así: te visten de adulto, aunque por dentro sigas siendo ese chico de veinte años mirando posters.
La tercera: 2025
Puente Bolognesi. Esa calle la conocía desde mis días de universidad. Siempre había talleres de cuero, siempre el olor a pegamento y promesas. Durante décadas pasé por ahí sin detenerme, como quien pasa frente a la casa de un amor antiguo sin atreverse a tocar la puerta. Pero, algo cambió este año. Acababa de presentar mi décimo libro. Sesenta y nueve años. Diplomas en neurociencias, conferencias internacionales, columnas en el diario. Una vida respetable, digna, llena. Y, sin embargo, había una casaca que faltaba.
Entré al taller. El artesano —un hombre de manos curtidas y mirada sabia— me miró de arriba abajo.
—¿Para usted? —preguntó, sin ironía.
—Para mí —respondí, sin duda.
Y mientras tomaba mis medidas, mientras elegíamos el tipo de cuero, el color de los cierres, la forma de las solapas, sentí algo que no sentía hace décadas: estaba recuperando un pedazo de mí que creía perdido.
La casaca añorada que se fue con el tiempo, la piel de mis ensueños volvía. Ponérmela sería llenarme del ardor, me llevaría a la conquista para decir un te quiero.
El Espejo No Miente (Pero, tampoco dice toda la verdad)
Cuando fui a recogerla, el artesano me hizo probarla frente a un espejo viejo, manchado de tiempo. Subí el cierre. Ese relámpago que enciende velados encuentros, como escribí hace años. Y, ahí estaba yo. Sesenta y nueve años. Canas abundantes. Arrugas que narran décadas. Y una casaca de cuero que brillaba como en 1976.
La casaca me devuelve el reflejo: cabello negro peinado hacia atrás, vivaz, atento. Así, me veo con mi chaqueta de vanidad. Pero, el espejo insiste en mostrarme al hombre de plateado cabello. Dos realidades en un mismo cristal.
—Le queda bien —dijo el artesano.
Sus bolsillos, a ambos lados, guardan el calor de mis atrevidas manos. Guardan las décadas, las conquistas, los fracasos. Todo sigue ahí, raído por el desplante del tiempo, con surcos de momentos cómplices.
La Ciencia del Yo que No Envejece
El Dr. Antonio Damasio, neurocientífico portugués, habla del "proto-self": esa sensación primaria de existir que permanece constante a pesar de los cambios del cuerpo. Cuando me pongo la casaca, activo redes neuronales que se formaron hace cincuenta años. No es nostalgia; es continuidad identitaria.
El hipocampo, el guardián de mi memoria autobiográfica, conserva intacta la emoción de aquel chico de veinte años. Mi corteza prefrontal, que maneja la identidad narrativa, reconoce que soy el mismo que soñó con Elvis. El cuero no me hace joven; me devuelve la coherencia.
Estudios del University College London revelan que los objetos cargados de significado personal activan el sistema de recompensa cerebral (núcleo accumbens) de manera similar a como lo hacen las relaciones afectivas. La casaca no es una prenda; es un vínculo.
Paul Ricœur, filósofo francés, distinguía entre "identidad ídem" (lo que permanece igual) e "identidad ipse" (lo que se mantiene fiel a sí mismo). Mi cuerpo ha cambiado radicalmente —identidad ídem— pero, mi ipse, mi esencia, sigue siendo la del muchacho que admiraba a los héroes del rock and roll.
La casaca es lo que Ricœur llamaría un "símbolo de persistencia". Como el barco de Teseo, que cambia cada tabla, pero sigue siendo el mismo barco, yo he cambiado cada célula, pero sigo siendo el mismo soñador.
Nietzsche hablaba del "eterno retorno": la idea de vivir cada momento como si fuera a repetirse eternamente. Cuando, uso la casaca no estoy volviendo al pasado. Estoy eligiendo que ese pasado se repita en cada presente. Es una afirmación: "Esto es lo que fui, esto es lo que soy, esto es lo que seré".
Claude Lévi-Strauss explicaba que todas las culturas tienen "objetos totémicos": artefactos que condensan identidad, memoria y pertenencia. Para algunos son máscaras ceremoniales; para otros, tejidos ancestrales. Para mí, es mi casaca de cuero. La casaca no es un accesorio; es una prótesis identitaria. Me la pongo y recupero una versión de mí que las responsabilidades habían archivado. Los japoneses exaltan la belleza melancólica de las cosas que, persisten a pesar del paso del tiempo. Mi casaca es eso: un recordatorio hermoso y triste de que el tiempo pasa, pero algo en nosotros se resiste a envejecer.
El Peso del Cuero, El Peso del Tiempo
Llevo puesta la casaca mientras escribo esto. Pesa. No solo por el cuero genuino, sino por todo lo que carga: aquella figura de Elvis, la primera cita, el nacimiento de mis hijas, las calles de Arequipa recién descubiertas, los libros publicados, las conferencias en diversos países.
Mi nieta Morgana —con la edad que tenían mis hijas cuando guardé la segunda casaca— me mira con curiosidad.
—Abu, ¿por qué usas eso?
Y esta vez, a diferencia de hace cuarenta años, no me la quito. Le respondo:
—Porque, a veces, para ser completamente quién eres hoy, necesitas abrazar a quien fuiste ayer.
El Eterno Retorno
Hay calles que son más que calles. Puente Bolognesi es, para mí, un portal temporal. Cada vez que pasaba —estudiante en los ochenta, profesor en los noventa, conferencista en el dos mil— esos talleres estaban ahí. Como una invitación permanente a recuperar algo.
Tardé cincuenta años en aceptarla. Pero, aquí está la paradoja hermosa: la casaca que recogí no es la misma que soñé en 1965. Esa era una fantasía adolescente. Esta, es una elección consciente de un hombre que ha vivido lo suficiente para saber que la rebeldía auténtica no es contra los padres o la sociedad. Es contra la presión de convertirnos en versiones domadas de nosotros mismos.
Elegí no ser sensato
La sensatez me dice: "Ya estás viejo, con una casaca de cuero te ves ridículo". La sensatez dice: "Ya fuiste, ya pasó tu tiempo". La sensatez dice: "Madura de una vez". Pero, la sensatez nunca escribió un libro. Nunca se subió a un escenario. Nunca viajó a otros países para hablar de sus sueños. La sensatez es prima hermana del miedo y enemiga íntima de la vida.
Viktor Frankl, sobreviviente de Auschwitz, decía que el sentido de la vida no se inventa; se descubre. Y, a veces se descubre en lugares inesperados: en una casaca de cuero que nunca dejaste de desear, en una calle que atravesaste mil veces sin detenerte, en un espejo que te devuelve no al hombre que eres, sino al que siempre fuiste.
Cuando me la pongo y siento lo que el artesano llamaría "la fuerza nostálgica". Pero, no es nostalgia en el sentido triste, de lo que ya no volverá. Es nostalgia en su sentido etimológico griego: nostos (regreso) + algos (dolor). El dolor hermoso de regresar a uno mismo. La chamarra entre mis manos guiña a mi envanecida juventud. Ya no tengo que dejarla ir. Ya no hay un espacio que habilitar. Esta vez, me quedo con ella.
Camino por las calles de Arequipa —ciudad que me adoptó hace cinco décadas— y la gente me mira. Algunos, con curiosidad, otros con sonrisas cómplices. Y, yo sé lo que piensan: "Ese señor aún se siente joven".
Se equivocan.
No es que me sienta joven. Hace tiempo que descubrí que era algo más profundo: la juventud no es una edad. Es una postura ante la vida. Es la capacidad de seguir deseando, de seguir soñando, de seguir siendo fiel a ese núcleo inalterable que te hace tú. Tengo sesenta y nueve años. Sigo haciendo deporte. Sigo viajando. Sigo caminando. Sigo escribiendo. Y ahora, sigo usando una casaca de cuero. Porque al final, la verdadera madurez no es renunciar a quien fuiste. Es integrar a todos los yoes que has sido en el que eres ahora.
Y ese yo, definitivamente, usa casaca de cuero.
Mientras escribo esto, lloro.
Estoy sentado frente a la computadora con la casaca puesta. Y sí, estoy llorando. Mi corazón golpea mi pecho, mi respiración se hace bronca y miles de juveniles imágenes cabalgan en mi mente. Siento que me elevo. No es tristeza. Es el peso de todas las versiones de mí mismo abrazándose al mismo tiempo: el niño de Cocachacra mirando posters, el joven de veinte comprando su primera imitación, el padre de familia guardándola en el ropero, el escritor de sesenta y nueve recuperándola. Todos están aquí. Todos caben en esta casaca.
La neurociencia puede explicar que la amígdala se activa con recuerdos emocionales. La filosofía puede hablar de identidad narrativa. La antropología puede teorizar sobre objetos totémicos. Pero, esto que siento ahora, esto que me quiebra y me reconstruye al mismo tiempo, esto no tiene nombre científico.
Esto es simplemente estar vivo. Completamente, dolorosamente, hermosamente vivo. La casaca pesa tres kilos. Pero llevo en ella cincuenta años de vida. Y ese peso, paradójicamente, me hace volar.
Arequipa, octubre 2025.
Con la casaca puesta y el alma desnuda